Al celebrar el Centenario del Programa Cooperativo, nos detenemos para honrar a quienes nos precedieron: pioneros, líderes y servidores cuya fidelidad ha impulsado esta misión. Sus historias nos recuerdan lo que es posible cuando los Bautistas del Sur trabajamos juntos por el evangelio.
Los invitamos a explorar las vidas de estos pioneros de la cooperación, cuyas voces han moldeado quiénes somos hoy y cuyo legado nos desafía a avanzar hacia el futuro, unidos en nuestro llamado a alcanzar al mundo para Cristo.
Al celebrar el Centenario del Programa Cooperativo, nos detenemos para honrar a quienes nos precedieron: pioneros, líderes y servidores cuya fidelidad ha impulsado esta misión. Sus historias nos recuerdan lo que es posible cuando los Bautistas del Sur trabajamos juntos por el evangelio.
Los invitamos a explorar las vidas de estos pioneros de la cooperación, cuyas voces han moldeado quiénes somos hoy y cuyo legado nos desafía a avanzar hacia el futuro, unidos en nuestro llamado a alcanzar al mundo para Cristo.
Más allá de la iglesia local, me dediqué al ministerio más amplio de los Bautistas de Tennessee. En 1918, presidí lo que se conoció como el “Comité de los Nueve”. Nuestra tarea era evaluar cómo los Bautistas de Tennessee podían organizar mejor sus ministerios. El informe que presentamos sentó las bases de una nueva estructura que ha guiado el ministerio cooperativo en nuestro estado durante más de un siglo.
En 1925, me sentí atraído por los desafíos que enfrentaban los Bautistas del Sur a nivel nacional. Ese año, propuse la creación de un Comité de Eficiencia Empresarial para abordar las preocupaciones financieras y organizativas dentro de la Convención Bautista del Sur (SBC). Dos años después, tuve el honor de ser elegido como el primer secretario ejecutivo del Comité Ejecutivo de la SBC. Este cargo me brindó la oportunidad de guiar a la Convención durante algunos de sus períodos más turbulentos: la Gran Depresión, las secuelas de la Campaña de los 75 Millones de Dólares y la Segunda Guerra Mundial.
No fue fácil. La SBC enfrentaba una deuda abrumadora e incertidumbre. Pero Dios fue fiel y nos dotó de sabiduría, visión y perseverancia. Mi meta siempre fue liderar con integridad y fomentar la unidad entre nuestras iglesias. Por la gracia de Dios, establecimos el Programa Cooperativo, aportando mayor estabilidad y enfoque a nuestra misión compartida.
Después de casi 20 años en ese puesto, me jubilé en 1946 tras la pérdida de mi querida esposa. Sin embargo, mi ministerio no terminó ahí. Continué enseñando, predicando y escribiendo, esforzándome por usar cada don que el Señor me había dado hasta mis últimos días.
Al reflexionar sobre mi vida, recuerdo la exhortación del Apóstol Pedro: «Cada uno según el don especial que ha recibido, minístrelo a los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pedro 4:10 NVI). Mi camino nunca se trató de reconocimiento personal, sino de fidelidad al llamado.
Hoy, al reflexionar sobre su propia vida y ministerio, los animo a considerar los dones que Dios les ha confiado. Ya sea que su rol parezca grande o pequeño, sepan que es significativo en Su Reino. Sirvan bien. Lideren bien. Y sobre todo, terminen bien.
Gracias, y que Dios te bendiga al seguir Su llamado.
Me llamo Charles L. Culpepper, Sr., pero la mayoría me llamaba Dr. Charlie. Nací en 1895 y mi vida ha sido un camino de amor, humildad y el poder de Dios obrando a través de mí. Mi esposa, Ola, y yo servimos como misioneros en China, Hong Kong y Taiwán de 1923 a 1965, y esos años fueron de los más desafiantes y gratificantes de mi vida.
Cuando Dios me llamó a las misiones, no tenía ni idea de lo que me esperaba. Ciertamente no esperaba perder a mi hija Carolyn por una fiebre en 1928 ni ser encarcelado por predicar el Evangelio durante la Segunda Guerra Mundial. Pero a través de cada angustia y prueba, Dios fue fiel y Su Espíritu nos sostuvo. Vi Su mano obrando de maneras que todavía me dejan asombrado.
Si me preguntaran sobre los momentos más importantes de mi vida, les contaría sobre el Avivamiento de Shantung. Comenzó en 1927, durante una época en que misioneros de todo el norte de China se reunían para aprender idiomas y renovarse espiritualmente. La guerra amenazaba, pero Dios tenía un plan más grande.
En esa reunión, Marie Monsen, una misionera noruega, nos desafió con su testimonio de sanidades milagrosas y el poder del Espíritu Santo. Su pregunta me conmovió profundamente: “¿Han sido llenos del Espíritu?”. Tuve que admitir que tenía miedo: miedo de lo que pudiera suceder, miedo de perder el control.
No fue hasta 1931, durante una reunión de oración que duró cuatro días y cuatro noches, que finalmente me entregué por completo a Dios. Convencido de mi orgullo y mi miedo, me arrepentí y recibí la llenura del Espíritu Santo. Ese momento lo cambió todo. El Espíritu trajo unidad entre los misioneros y los Cristianos Chinos, derribando las barreras del orgullo y creando un vínculo de amor en Cristo.
El avivamiento no se trató solo de números ni de experiencias emocionales, sino de transformación. Vimos vidas transformadas, milagros y corazones convertidos a Jesús. Un creyente Chino nos dijo: «Pensábamos que se consideraban superiores a nosotros. Ahora sabemos que todos somos uno en Cristo».
Después de jubilarme del campo misionero, Ola y yo nos establecimos en San Antonio, Texas, pero mi trabajo no había terminado. Empecé a enseñar misiones y teología en el Seminario Mid-America de Memphis, Tennessee. No podían pagarme, pero eso no importaba; solo quería servir. Vivía en un apartamento pequeño, pero pasaba la mayoría de los fines de semana en casas de seminaristas.
Fueron tiempos preciosos. Me encantaba sentarme con familias, compartir historias de China y Taiwán, y enseñarles canciones en Chino a sus hijos. Nunca olvidaré sentarme en el suelo con cinco pequeños, enseñándoles la sencilla canción “Ven a Jesús” en Chino. Ver su alegría me llenaba de una felicidad indescriptible.
Si algo aprendí en mi vida, es esto: Cristo nos ha llamado a mostrar Su amor a través de nuestra vida. No quería simplemente enseñar a la gente sobre la vida Cristiana; quería vivirla. Jesús dijo en Juan 13:15: «Les he dado ejemplo para que lo sigan. Hagan como yo los he hecho». Intenté que ese fuera mi principio rector.
Mi libro, El Avivamiento de Shantung, cuenta la historia de lo que Dios hizo durante esos años en China. Pero mi vida no se trataba de los grandes acontecimientos, sino de la fidelidad cotidiana de un Dios que nunca me abandonó, ni siquiera en mis momentos más débiles.
Al reflexionar sobre mi vida, me conmueve lo que Dios hizo a través de mí. Agradezco el privilegio de compartir el Evangelio, las pruebas que profundizaron mi fe y las muchas vidas que Él me permitió tocar. Si pudiera dejarles un pensamiento, sería este: Estén abiertos a la obra del Espíritu en sus vidas. No tengan miedo de entregarse por completo a Él. Cuando lo hagan, encontrarán un amor y un poder que los sostendrá ante cualquier adversidad.
Soy un hombre sencillo que le dijo sí a Dios. Y eso marcó la diferencia.
Hola, soy Merrill Elam Dodd, pero la mayoría de la gente me llama simplemente M.E. Dodd. He tenido el gran privilegio de servir como pastor, líder y defensor de la misión de la Convención Bautista del Sur. Nací el 29 de septiembre de 1878 en Belton, Texas, y crecí con un gran interés por el ministerio y un llamado a servir al pueblo de Dios.
Mi trayectoria comenzó con una sólida formación académica. Asistí a la Universidad de Baylor y al Seminario Teológico Bautista del Sur, donde profundicé mi comprensión de las Escrituras y de la iglesia. Estas experiencias me prepararon para lo que sería una vida de servicio y liderazgo en el reino de Dios.
He tenido el honor de pastorear varias congregaciones a lo largo de mi vida, pero quizás sea más conocido por mi tiempo como pastor de la Primera Iglesia Bautista de Shreveport, Luisiana, donde serví fielmente de 1912 a 1952. Bajo mi liderazgo, la iglesia creció no solo en número, sino también en su compromiso con las misiones, el discipulado y la administración. Juntos, construimos una comunidad eclesial que se convirtió en un modelo para otros, un ejemplo de lo que el pueblo de Dios puede lograr cuando se une en Su propósito.
Mi pasión por las misiones y el ministerio no se limitó al ámbito local. Participé activamente en la labor de la Convención Bautista del Sur y me enorgullece haber desempeñado un papel importante en el desarrollo del Programa Cooperativo, adoptado en 1925. Este plan unificado de donaciones revolucionó la forma en que los Bautistas del Sur apoyaban las misiones y los ministerios. Al aunar nuestros recursos, pudimos enviar más misioneros, apoyar más ministerios y hacer más por el reino de Dios de lo que cualquier iglesia podría hacer sola. Por esta labor, se me ha llamado el “Padre del Programa Cooperativo”, título que llevo con humildad y gratitud.
En 1934, tuve el privilegio de servir como presidente de la Convención Bautista del Sur, un cargo que me permitió abogar por las misiones, la mayordomía y la unidad de nuestras iglesias. También tuve la alegría de hablar y escribir sobre estos temas, compartiendo mi pasión por la obra de Dios y animando a otros a unirse a la iniciativa.
La mayordomía siempre ha sido una preocupación importante para mí. Creo que cada miembro de la iglesia tiene un papel que desempeñar en el apoyo a la misión de la iglesia, y he dedicado gran parte de mi vida a enseñar y fomentar la donación sistemática y sacrificial. Es a través de este esfuerzo colectivo que podemos avanzar el evangelio y satisfacer las necesidades de un mundo que sufre.
Más allá del trabajo en la SBC, siempre he sentido pasión por las misiones globales. La Gran Comisión nos llama a hacer discípulos de todas las naciones, y he dedicado mi vida a ver ese llamado cumplido. Ya sea apoyando a los misioneros o equipando a la iglesia local, siempre he creído que nuestra labor debe extenderse mucho más allá de las paredes de nuestros edificios.
Mi tiempo en esta tierra ha estado dedicado a un objetivo simple: promover el reino de Dios a través de la iglesia local. Desde mi trabajo en la Primera Iglesia Bautista de Shreveport hasta mis contribuciones al Programa Cooperativo y mi liderazgo en la Convención Bautista del Sur, he buscado servir fielmente y dejar un legado que refleje el amor y la misión de Dios.
Al reflexionar sobre mi vida, me conmueven las oportunidades que Dios me ha dado para servirle a Él y a Su pueblo. Agradezco a las muchas personas e iglesias que me han acompañado en este camino, y oro para que el trabajo que hemos realizado juntos siga dando fruto para las generaciones venideras. Gracias por permitirme compartir un poco de mi historia con ustedes, y que Dios los bendiga en su esfuerzo por servirle a su manera.
¡Saludos, amigos! Soy Lee Rutland Scarborough, aunque muchos me conocen simplemente como L.R. Scarborough. Nací el 4 de julio de 1870 en Colfax, Luisiana, un día ideal para alguien que dedicaría su vida a proclamar la libertad en Cristo. Desde pequeño, sentí el llamado de Dios, aunque me tomó tiempo y experiencia comprender plenamente cómo Él me usaría para Su gloria.
Tuve la bendición de una rica educación, que comenzó en la Universidad de Baylor y continuó en el Seminario Teológico Bautista del Sur. Estas instituciones moldearon mi comprensión de las Escrituras y profundizaron mi compromiso con el evangelio. El llamado de Dios me llevó al pastorado, donde serví en varias iglesias de Texas, pero pronto mi camino se centró en capacitar a otros para cumplir la Gran Comisión.
En 1908, me convertí en uno de los primeros profesores del Seminario Teológico Bautista del Suroeste en Fort Worth, Texas, por invitación de su presidente fundador, B.H. Carroll. Más tarde, en 1914, sustituí al Dr. Carroll como presidente del seminario, cargo que ocupé durante más de dos décadas. Fue para mí un gozo y un privilegio capacitar a jóvenes para el ministerio, enseñándoles a ser evangelistas apasionados y fieles administradores del evangelio.
La evangelización siempre ha sido la esencia de mi ministerio. Creía entonces, como lo creo ahora, que todo Cristiano está llamado a ser un ganador de almas. Viajé extensamente, predicando avivamientos y enseñando métodos evangelísticos a iglesias y pastores. A través de mi libro, Con Cristo Después de los Perdidos, busqué inspirar a los creyentes a asumir la responsabilidad de la evangelización personal con valentía y fe.
Mi pasión por las misiones y la evangelización me conectó naturalmente con una de las mayores innovaciones en la historia de los Bautistas del Sur: el Programa Cooperativo. Establecido en 1925, este plan unificado de donaciones revolucionó la forma en que los Bautistas del Sur apoyaban las misiones y los ministerios. Fui un firme defensor del Programa Cooperativo, considerándolo una estrategia divina para movilizar recursos para misiones globales, la plantación de iglesias, la educación teológica y más. Al aunar nuestros recursos, los Bautistas del Sur podíamos lograr mucho más juntos que solos.
A menudo recordaba a las iglesias y a las personas que el Programa Cooperativo no se trataba solo de dinero; se trataba de obediencia a la Gran Comisión. Se trataba de dar a conocer a Cristo desde los pueblos más pequeños de Estados Unidos hasta los rincones más remotos del mundo. Cada dólar donado representaba un acto de fe, un paso para traer a alguien, en algún lugar, al reino de Dios.
A lo largo de mi vida, busqué ser un siervo fiel, ya sea predicando el evangelio a los perdidos, capacitando a estudiantes para el ministerio o defendiendo el Programa Cooperativo como un medio para avanzar la misión de Dios. Aunque mi vida terrenal terminó en 1945, me siento honrado y rebosante de alegría al saber que mi obra continúa a través de las vidas de quienes enseñé, las iglesias a las que serví y los ministerios que ayudé a apoyar.
Si pudiera darles un mensaje de aliento, sería este: Comprometan su vida con el evangelio. Sean incansables en la búsqueda de los perdidos. Apoyen la obra misionera con sus oraciones, sus donaciones y su testimonio personal. El Programa Cooperativo es una herramienta poderosa, pero su eficacia depende de la fidelidad del pueblo de Dios. Juntos, podemos alcanzar al mundo para Cristo, una alma a la vez.
Me llamo Bertha Smith y nací el 16 de noviembre de 1888 en el pequeño pueblo de Cowpens, Carolina del Sur. Desde pequeña, mis padres me enseñaron la importancia de la fe en Jesucristo. De joven, entregué mi vida a Él, sin imaginar hasta dónde me llevaría ni cómo me usaría para compartir Su amor con los demás.
Crecí en una comunidad unida donde el trabajo duro y la vida sencilla eran la norma. Si bien mi vida era humilde, siempre sentí que Dios tenía algo especial para mí. Asistí a la Academia Bautista North Greenville y posteriormente a la Universidad Furman para prepararme para los planes que el Señor tuviera para mi futuro. Fue durante una reunión de oración que sentí el claro llamado de Dios a las misiones, y desde ese momento, mi camino se aclaró.
Bertha Smith
Tras continuar mi formación en la Escuela de Formación de la WMU en Louisville, Kentucky, me convertí en una de las primeras mujeres en ser comisionada por la Junta de Misiones Extranjeras en 1917. Con entusiasmo y un poco de miedo, embarqué rumbo a China, sabiendo que mi vida nunca volvería a ser la misma. Confié en la guía de Dios, y Él nunca me falló.
Mi campo misionero era la provincia de Shandong, una región llena de personas que necesitaban atención médica, educación y, sobre todo, el Evangelio. Aprender el idioma y la cultura no fue fácil, pero Dios me dio la fuerza y la paciencia para perseverar. Día a día, me esforcé por cultivar relaciones y mostrar el amor de Cristo mediante la enseñanza, la evangelización e incluso ayudando en el ministerio médico.
Quizás el momento más notable de mi tiempo en China fue el Avivamiento de Shandong. A finales de la década de 1920 y principios de la de 1930, Dios comenzó a obrar algo extraordinario entre los Cristianos y misioneros Chinos. Comenzó con un profundo arrepentimiento, cuando las personas confesaron sus pecados y se entregaron plenamente al Espíritu Santo. El avivamiento se extendió como un reguero de pólvora, revitalizando iglesias y comunidades. Tuve el privilegio de presenciar y participar en este poderoso mover de Dios. A través de la oración, la humildad y la obediencia, vi vidas transformadas, familias sanadas e innumerables personas llegar a la fe en Cristo.
Después de servir en China por más de 40 años, mi labor allí llegó a su fin cuando el gobierno comunista obligó a los misioneros a partir en 1949. Aunque fue desgarrador dejar a la gente que amaba, sabía que la obra de Dios continuaría. Me retiré del campo misionero en 1958, pero nunca me retiré de compartir el mensaje de avivamiento y oración. De regreso en Estados Unidos, dediqué el resto de mis años a animar a los Cristianos a buscar el poder de Dios mediante la oración, el arrepentimiento y una vida de fe.
Incluso escribí un libro, “Vuelve a casa y cuéntalo”, para compartir la historia de cómo Dios obró durante mi tiempo en China e inspirar a otros a confiar plenamente en Él. A lo largo de los años, he hablado en innumerables iglesias y reuniones, siempre instando a la gente a orar por un avivamiento y a obedecer el llamado de Dios, sin importar adónde los lleve.
Ahora, al reflexionar sobre mi vida, recuerdo una simple verdad: Dios usa a personas comunes para hacer cosas extraordinarias cuando se entregan por completo a Él. No soy nada especial, pero mi Dios es poderoso y fiel. Tomó a una joven de Carolina del Sur y le permitió ser parte de su increíble obra en China y más allá. A Él sea toda la gloria.
Me llamo Bill Wallace y nací el 4 de noviembre de 1908 en Knoxville, Tennessee. Criado en un hogar Cristiano, aprendí desde muy joven la importancia de la fe, el servicio y la compasión. De adolescente, durante un servicio de avivamiento, entregué mi vida a Cristo. Esa decisión moldeó cada paso de mi camino.
Desde niño, me sentí atraído por la medicina. Reparar cosas rotas y ayudar a los demás me parecía algo natural. Seguí esa pasión, estudiando medicina en la Universidad de Tennessee y completando una residencia en cirugía. Para los estándares del mundo, tenía una carrera prometedora por delante, con el potencial de una vida cómoda. Pero faltaba algo: un profundo sentido de propósito. Dios me estaba llamando a algo más grande.
Ese llamado se hizo evidente en 1935 cuando respondí a la invitación del Señor para servir como médico misionero en China a través de la Junta de Misiones Extranjeras Bautistas del Sur. Dejar mi hogar no fue fácil. Amaba a mi familia y la familiaridad de la vida en Tennessee, pero sabía que la gente del sur de China necesitaba tanto atención médica como la esperanza del Evangelio. No podía ignorar el llamado.
Llegué a Wuchow (ahora Wuzhou) y comencé mi trabajo en el Hospital Stout Memorial. La vida allí era todo menos glamurosa. El hospital solía estar abarrotado y con escasos recursos, pero se convirtió en un faro de esperanza para los pobres y los que sufrían. Cada paciente era una oportunidad para mostrar el amor de Cristo, no solo a través de la cirugía o la medicina, sino con la bondad, la oración y un oído atento.
Los años siguientes estuvieron llenos de desafíos y bendiciones. La Segunda Guerra Mundial trajo consigo la ocupación Japonesa y enfrentamos un peligro constante. Sin embargo, incluso en esos tiempos oscuros, la luz de Dios brilló. La gente acudía al hospital no solo para sanar, sino para escuchar sobre el Gran Médico que podía sanar sus almas.
Al terminar la guerra y comenzar la reconstrucción de China, surgió una nueva tormenta: el auge del control comunista. El clima político se volvió cada vez más hostil hacia los misioneros extranjeros. Amigos y colegas me instaron a irme, pero ¿cómo podía abandonar al pueblo al que Dios me había llamado a servir? Me quedé, consciente de los riesgos.
En 1950, la persecución se intensificó. Las autoridades comunistas me acusaron de espía, una acusación tan falsa como absurda. Fui arrestado y encarcelado. Las condiciones eran duras y los interrogatorios implacables. Pero en esos momentos oscuros y solitarios, me apoyé en las promesas de las Escrituras. «Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia» (Filipenses 1:21). Ese versículo se convirtió en mi ancla.
El 10 de febrero de 1951, me encontré cara a cara con mi Salvador. El informe oficial afirmó que fue un suicidio, pero la verdad es que estaba dispuesto a dar mi vida por Aquel que dio la suya por mí. Mi cuerpo terrenal fue enterrado apresuradamente, pero los creyentes Chinos a quienes serví durante tanto tiempo no me olvidaron. Marcaron mi tumba con las palabras: «Porque para mí el vivir es Cristo».
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